miércoles, 22 de enero de 2014

Uno de enero

Él cree que Veracruz le ha fallado. Que no ha seguido ahí. Por esto le envías grabaciones de él gritando. Quiere que lo sienta. Quiere que esté ahí, con él, tragando las broncas en la cocina. Como siempre. Quiere que sienta la misma rabia que él al oírle chillar injustamente. Quieres que oiga cómo le tiembla la voz, porque ya no puede chillar más y él lo sabe. Aún así le tiembla todo el cuerpo. Sus músculos se convulsionan en una pulsión furiosa. Se vuelve tenor, se vuelve decibelio puro. 
La echa de menos. Le guardas la rabia del abandono, como la cena que se le enfría. A Veracruz le quema la madurez de sus nombres completos, le hace sentir completamente alienada. Le reprochas que no sea su ejemplo, como antes. Él recuerda una infancia, en la que iba a preguntarle todo a Veracruz, antes que a sus padres. Y ella todo lo sabía. Era su blanco fácil. El resorte dispuesto a saltar. Su adolescencia efervescente movía a Veracruz a rebelarse contra las jugarretas de Jesús. Eran agotadoras. Pero lo adoraba, tal y como lo seguía haciendo ahora. Aunque fuese tan inocente e inmaduro. Aunque fuera tan duro con ella. Si algo no iba bien en su cabeza, Jesús había aprendido que podía golpear las paredes hasta no sentir los nudillos. Y eso a Veracruz le daba miedo. No por Jesús en sí, sino por su gran capacidad sufridora. Su sensibilidad a flor de piel le proporcionaba explosiones de vida súbita. Era como una montaña rusa, un volcán siempre presto a escupir lava. Era más apasionado, más alto, más emocional y más sensitivo que ella. Era su mejor parte materializada. Era un crío que todo se lo merecía, porque todo lo daba. El mismo que cuando se le cayó de la cama siendo niños rompió a llorar revelando sus tremendos pulmones. Veracruz casi se ahogó en su desconsuelo. Era su pequeño.